jueves, 10 de septiembre de 2009

La Zona Literaria ( De Photomatum)

AUDIENCIA PÚBLICA

Tras haber servido por más de veinticinco años en el Juzgado Municipal y dictar sentencia en miles de casos, la jueza principal de C. tomó justicia por sus propias manos. Presidía la vista en la cual una campesina acusaba al bodeguero por la mala calidad de los huevos que vendía, cuando se levantó súbitamente y la emprendió a puntapiés contra el acusado dejándolo, según parece, en muy malas condiciones.

Aquella que había juzgado con rigor e imparcialidad a homicidas, violadores y ladrones incapaces de refrenar sus malsanos impulsos, confesó que no había podido contenerse de patear a aquel hombre ya que había odiado siempre, desde pequeña, los huevos podridos, que la sola mención de huevos podridos había desatado sus recuerdos y un olor tan nauseabundo que no encontró más salida que atacar al acusado.

Mientras se repone de fracturas múltiples en la pierna derecha, la jueza principal de C. está llamada a comparecer ante la justicia esta vez como acusada.


ACUSACIÓN

El señor J. hizo una denuncia contra el Ministerio de Salud Pública, institución a la que acusa de ser la responsable de la muerte de su esposa. Según él, no existe otro culpable, ya que su esposa murió por negligencia del Ministerio de Salud Pública, y no por decisión propia como quieren dar a entender las autoridades. La señora J. falleció hace dos meses tras haber ingerido por equivocación una cucharada de veneno. Su marido defiende la tesis de que si no fuera porque el sabor de las medicinas que fabrica el Ministerio de Salud Pública es siempre desagradable, su esposa se habría percatado de su error al tomar el veneno. La señora J., que llevaba quince años tomando remedios para un mal intestinal, siempre se había quejado de lo mismo: el mal sabor de estos.


CARTAS DE UNA ACADEMIA

Como Nerval, también tuvimos un tío Bola. Había sido, de joven, ayudante de un sabio alemán, Gundlach, y ahora nos conducía a los lugares donde aquel meditó y a la finca en que disecara los pájaros de su colección del país.

Durante mucho tiempo se le reprochó la posesión de algunos secretos inocentes, como adormecer ciertos bichos de sabana recitando una décima al revés o conservar el dibujo de una flor incolora, descrita por el sabio y que éste no incluyera en su catálogo de plantas. Se defendía invocando el recuerdo de Gundlach, quien se burlaba -decía- de esas supersticiones propias de empíricos.

Una vez nos dijo: “En el trópico el hombre se corrompe por falta de método”. Entonces cantaba una canción de borrachos y resultaba inútil frenarlo al llegar al escabroso estribillo sobre la hija de un hacendado raptada por un pastelero rabino. Resoplaba con fuerza, para caer de nuevo en el corto pero espeso silencio que precedía a otra cita: “Todos los hombres son iguales, como pájaros; lo mismo judíos, canarios, totíes y demás razas que pueblan este valle del Zaza”.

Retirado en su casa de troncos, entre las pocas piezas que conservó, le vimos una última vez: un morral, la pinza de taxidermista y el único retrató del alemán -retocado-. Observamos el perfil a dos picos, nariz y nuez pronunciadas. Y junto al lecho, montones de cartas repletas de reproches y falsas, muy falsas conjeturas.

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