sábado, 27 de febrero de 2010

La Zona Histórica

Una fecha luctuosa para los cubanos: 27 de febrero de 1874

Se cumplen hoy 136 años de la muerte del Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes del Castillo.

Algunos dicen: “cayó en combate desigual”; otros, entre quienes me incluyo, sostienen que el abandono del cual fue objeto no sólo lo llevó a aquel paraje agreste de la Sierra Maestra llamado San Lorenzo, sino que, en última instancia, fue responsable de la cacería que sobre él lanzara la columna de soldados españoles del Batallón de San Quintín, presumiblemente conducida hasta allí por algún informante.

Le había sido negada la escolta que por su alto rango político le correspondía, y su hijo mayor, Carlos Manuel, que lo acompañaba en su destierro, no estaba con él en esos momentos: el Padre fundador de nuestro país y nuestra nacionalidad, el primero en declarar libres a sus muchos esclavos y proclamar la independencia de Cuba, fue acosado, acorralado cual animal perseguido. Ya casi estaba ciego… trató de defenderse como pudo, lo poco que pudo: en su solitaria y desesperada defensa, ya herido de muerte, terminó despeñándose por un barranco.

La Cámara de Representantes lo había destituido el 27 de octubre de 1873. Al respecto dijo:


"En cuanto a mi deposición he hecho lo que debía hacer. Me he inmolado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la Historia. Y pongamos aquí punto final a la política".

No pudo marchar al extranjero para desde allá continuar ayudando en el afán de hacer a Cuba Libre, pues nunca le fue otorgado el salvoconducto pertinente para hacerlo. Marchó entonces a ese rincón cubano que lo vio morir, para dedicar sus últimos días y sus últimas energías, su inmenso talento y su envidiable cultura, a enseñar a los niños campesinos en una humilde escuela.

Cuesta recordar este acontecimiento sin que una oleada de tristeza inunde nuestro corazón.

Pero, al mismo tiempo, nos llena de sólido orgullo y satisfacción sin límites el saber que somos herederos de un Hombre como Carlos Manuel de Céspedes del Castillo, cuya memoria ocupa uno de los sitiales más altos de nuestra Historia patria.



Norma Normand Cabrera

27 de febrero de 2010.




miércoles, 3 de febrero de 2010

La Zona Literaria (En este día nublado un fragmento de texto inconcluso)


TUMORES

A causa de esa cabeza pierdo frases enteras, palabras y sílabas, numerosas sílabas…, salvo cuando es en inglés porque esa lengua sí la domino a la perfección, pero si se trata de alemán o ruso o checo entonces tengo que realizar un esfuerzo enorme, toda una operación de llenado que me deja exhausto, completamente exhausto, Y lo peor es que a causa de esa cabeza pierdo también miles de millones de imágenes cada segundo, fragmentos de imágenes, pues tengo que dirigir demasiado la vista, a un lado y otro, mientras esa cabeza todo el tiempo delante se desplaza al unísono, como si también a ella le ocurriese lo mismo…, aunque no en igual medida, por supuesto, eso nunca, se trata de una enorme cabeza hidrocéfala, y cinemática, y yo apenas alcanzo a soportar sobre el cuello, una cabeza güiro, mucho más pequeña, aunque eso sí, acerada y brillante. Por otra parte, de correrme dos o tres butacas a derecha o izquierda, me persigue, se corre ella también a derecha o izquierda, lo cual es extraño porque un perseguidor debe estar detrás y no delante, pero esta vez es delante, sólo delante, una verdadera cabeza avant-garde. Claro, abusa porque sabe que nunca me movería a otra fila, me ha observado durante años y sabe, esta cabeza cinemática, que nunca he pasado de la novena, ¡qué digo de la novena…! Siento una verdadera aversión por las primeras filas, por cualquier fila que no sea la adecuada para mi cabeza, más adecuada a medida que más alejada, salvo cuando la sala es demasiado larga, pero no es este el caso, no es este el Negrete o Payret. Mi padre solía empollar en la quinta, era su fila favorita, me atiborraba de maní tostado y me obligaba a permanecer en la quinta, mirando el enorme pantallamen que se me metía por los ojos al tiempo que me provocaba tortícolis… Extraño injerto, me digo, que una cabeza llena de agua pueda retener tantos títulos, una aberración sin par. Jamás vi semejante cabeza cinemática, capaz de salvaguardar tanta morralla… ¿Se da cuenta usted? Hemos entrado en este lugar para refugiarnos de todo lo que nos persigue y aún dentro seguimos siendo perseguidos. Hemos venido huyendo y bajo este techo continuamos huyendo, de butaca en butaca y de imagen en imagen. Afuera nos persigue el horror, la vida, que no es otra cosa que un filme de horror, un acostumbrarse al horror y a la idea de morir. Todo lo que nos rodea no es más que horror, la gente, las cosas, los sentimientos, hasta el clima es un horror en estos días, uno siente de pronto un calor inmenso, un calor bochornoso que es el horror mismo. Sin embargo, nosotros siempre quisimos escapar del horror, aunque claro está, una y otra vez no hemos hecho más que sumergirnos en el horror queriendo huir de él. Un día entramos a este lugar y no encontramos más que una reproducción a escala de todo lo de afuera. O mejor, una reproducción a secas, porque no hay que olvidar la gran pantalla delante de nosotros o tal vez de delante de la cabeza que tenemos delante. Esa gran pantalla repleta de miserias, de horror y de intentos para escapar del horror. Día tras día miramos a la pantalla y no hacemos más que observar lo mismo. No importa cuan diferentes pueden ser las imágenes, al final siempre será lo mismo, cada imagen no es más que el remedo de la anterior, cada imagen es una versión de su antecesora, una sola imagen rodante es lo que vemos y esa es la representación del horror. Por supuesto, no siempre lo vi así y no siempre lo consideré de ese modo. Al inicio me sentía seguro, creí sentirme seguro en este lugar como creía estarlo también en la profesión. Me sentía seguro, pero luego descubrí la cabeza, sea cabeza que me persigue y amenaza con seguir persiguiéndome. Entonces supe que no estaba seguro, supe que seguiría siendo perseguido por algo aunque ese algo pudiera parecer tan inofensivo como lo parece una cabeza que se interpone entre nuestros ojos y los subtítulos de los filmes. Sin dudas se trata de una cabeza come letras que se come también los ojos. Sin dudas todo lo echa a perder y lo pudre como un tumor. Y acaso se trata de eso, del inmenso tumor que se riega por todas partes y nos invade sin consideración. Un tumor que va de dentro hacia fuera, de la pantalla a la taquilla y luego de la taquilla a tanta gente chillona y mediocre. Antes podíamos refugiarnos en el club, allí teníamos tranquilidad. Cada viernes una fiesta y cada jueves una cena. No había mejores oncólogos ¿recuerda usted?, nos llamaban de todas partes. Pero llegó toda esa gente y tuvimos que poner pies en polvorosa. Primero nos llaman y usan nuestro plan de acción y después se lo adjudican y nos convierten en parias, toda esa gente joven. Estos apropiadores que no respetan firmas y ni se les puede demandar. Entonces te tienes que ir al cine y convertirte en cabeza cinéfila donde no hay más que cabezas cinemáticas, espantosas cabezas hidrocéfalas como esta que se nos atraviesa. Apenas vemos la pantalla pero vemos su tumor, claramente definido, un tumor de agua asentado en la mismísima silla turca, chupando información, procesando sin entender. Pero ahora todo es así ¿se da cuenta?, una verdadera cisterna a punto de reventar, el sinsentido lo invade todo. ¿Se ha fijado usted en las noticias?, ¿y el clima?, ¿y las canciones? Todo adquiere una forma caótica, a tal punto ha llegado el horror que lo va deformando todo, como el tumor mismo, desplaza lo que es sano e instala lo podrido, hace rey a lo podrido. Ya no hay donde esconderse, lo podrido siempre nos alcanza, como esa cabeza que nos persigue. Lo vimos venir. Igual que en las consultas, al entrar los pacientes, sabíamos el que estaba marcado, no importaba si tenía la mejor de las sonrisas o la expresión más anodina, el tumor lo señoreaba, lo poseía, y nosotros lo veíamos bien claro. También en este caso, tuvimos la premonición, pero nunca calculamos el alcance real, la duración del mal. Si hubiéramos podido hacer un corte para extirpar habríamos sabido que no había remedio, semejante daño no tenía cura, sería largo y doloroso. De todas formas nadie nos habría escuchado, se habrían reído de nosotros, nos habrían condenado, entonces ni siquiera nos quedaría corrernos de butaca.