jueves, 27 de agosto de 2009

La Zona del Recuerdo.

Réquiem por Matanzas


Cuando era niña solía pasar gran parte de los dos meses de vacaciones escolares en las casas de mi familia en Matanzas. Digo en las casas porque tengo en esa ciudad una familia numerosa, mis abuelos paternos tuvieron diez hijos, que a su vez han tenido una abultada descendencia, y por la rama materna tengo varios parientes también por allá.

Así es que pasaba mis días entre Pueblo Nuevo, Matanzas, Caobas, Limonar, Coliseo y la bella Varadero.

Recuerdo a la llamada “Atenas de Cuba” tal vez con más cariño y nostalgia que a mi ciudad verdadera, La Habana. Supongo que es porque era la ciudad de la libertad de horarios, de la playa cercana, de mis abuelos, mis tíos y primos disputándose por complacerme y de la exploración pre-adolescente en ese despertar de las hormonas cuando empezamos a tratar de conseguir atención de aquellos que nos interesan en un plano romántico.

Me veo con la programación completa de la tv, en la larga cola del Coppelia con la esperanza de que además del chocolate que adoraba hubiera también piña glasé que era el preferido de mi abuela Susana.

Recuerdo una dulcería de la calle Tirry, famosa gracias a Carilda, donde compraba pasteles de guayaba, pues ya desde entonces gustaba de los dulces más sencillos y menos azucarados.

Los carnavales acuáticos, con los botes adornados paseando por el río y compitiendo por los mejores adornos, por las bailarinas más sandungueras, en fin, por todo el espectáculo.

Hace una semana regresé a Matanzas, he ido muchas veces desde mi niñez hasta ahora, pero no sé por qué razón fue en esta ocasión que sentí tanta nostalgia.

Las dos librerías de la calle Medio que tanto me agradaban están casi destruidas y vacías, en el lugar donde varias veces escuché cantar a Raúl Torres aquellas bellas canciones que me gustan tanto, “La casa del té” hay ahora un feo Rápido, o sea, una cafetería de comida rápida con asientos plásticos horribles y poca higiene.

Coincidió mi viaje con los carnavales de este año, ya no existen los acuáticos, pero continúan los tradicionales, me habría gustado verlos, pero no quise ir cuando supe que solamente había tres carrozas y que eran las mismas del año anterior y del anterior. Eso sí, mucho kiosco con cerveza de todo tipo y comida, porque eso es lo que mantiene al pueblo contento.

Al regresar a La Habana, desde el ómnibus volví a mirar los puentes que adoraba en mi niñez, el parque de Versalles que decía mi tío Tuto que era de él, la bella bahía pero tuve que virar el rostro porque no quise ver el Teatro Sauto apuntalado, esperando no sé que especie de milagro para volver a destacarse en una ciudad que en definitiva no se parece en nada a aquella de mi niñez que tanto añoro.



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