sábado, 1 de agosto de 2009

La Zona del Recuerdo.

MI ABUELO Y MIGUEL COLLAZO.

“Puedo decir que hoy están cerrados mis libros y abiertas mis ventanas,

y veo mis propios dibujos elaborados por los años,

como formas gratas y ajenas de la vida…”

Miguel Collazo. (La última morada de Acuario. Estancias)

Quisiera recordar a mi abuelo desde su estatura, con una sonrisa para mí, y la mano dispuesta acariciar mi pelo, sin embargo sería este probablemente un recuerdo manipulado, creado por mi imaginación, pues aunque mi abuelo fue siempre conmigo cariñoso hay otras cosas de él que recuerdo mejor.

Tenía un apellido magnífico, Normand, que provenía de su familia emigrada a Cuba desde el sur de Estados Unidos, habían llegado allí de Inglaterra y anteriormente de Francia. Es acaso su apellido lo que más conservo teniendo en cuenta que hace más de diez años fue el que preferí para identificarme en el mundo de la literatura y rendirle mi propio homenaje.

De él heredé algunas manías como el gusto desmedido por los periódicos, lo cual en estos momentos es casi una falacia, la afición por el equipo de béisbol de Industriales, ahora sí la gran falacia, la maravillosa sensación de leer acostada, un poco del garbo y el mal carácter, ser poco rencorosa y gastadora y cierta guapería.

Y es que mi abuelo, blanco, rubio y de ojos glaucos era abakúa, o sea pertenecía a una fraternidad de origen africano que por mucho tiempo tuvo como miembros exclusivos a los hombres de raza negra luego de pasar rigurosas verificaciones, ya que pertenecer a semejante hermandad debía ser una muestra de la hombría y la decencia, muy al contrario de lo que muchos puedan pensar. Él decía y yo le creo, que se había iniciado en 1921, junto a Chano Pozo, y por lo tanto eso lo convertía en uno de los más antiguos y respetados miembros.

Mi abuelo, Eduardo Normand Hernández dejó este mundo el 24 de julio de 1999 y quiso la vida que fuera velado en una funeraria de Centro Habana, en Zanja y Belascoaín, en la sala de al lado de donde estaba tendido un grande de las letras cubanas: Miguel Collazo.

En ese momento confieso que yo sólo había leído Estancias, publicado por la Editorial Unión en 1998 y tenía cierta curiosidad por continuar con mis indagaciones en la obra de este escritor sobre el cual había una especie de halo mágico, un misterio no revelado. Las propias circunstancias de su muerte parecían confirmarlo además. Sin embargo, debo decir que no me atreví a visitar su sala, el dolor por mi propia pérdida me impedía traspasar aquel umbral y convertirla en doble, aunque de hecho ya lo era.

Luego tuve la oportunidad de leer El viaje (1968), Onoloria (1973) y El arco de Belén (1976) y otros textos suyos y en cada caso disfruté estar frente a una obra difícil de definir, o tal vez de clasificar, intensa hasta casi quedar agotada en sí misma y además bastante distante de lo que yo conocía como Literatura Nacional.

Porque es Miguel Collazo sin dudas uno de los escritores pertenecientes a esas magníficas literaturas menores que abundan en el panorama cubano, la cual es sin dudas la razón de su olvido.

En un país donde todo el tiempo se recuerdan los aniversarios, se celebran las efemérides y se cuentan los días para arribar a eventos importantes pasó inadvertido el hecho de que hace una década murió en La Habana un escritor grande. Hay que advertir que además el 24 de julio es una fecha demasiado cercana a otra de importancia “mayor”.

Estoy segura, a pesar de todo de que muchos lo recordamos, así como recuerdo yo hoy la sala de la funeraria donde reposaba mi abuelo muerto repleta de sus discriminados hermanos de religión y en cambio la soledad de los familiares de Miguel Collazo en una sala que desde el pasillo se vislumbraba bastante vacía de funcionarios culturales.

TRES RELATOS DE MIGUEL COLLAZO.

Bar Fausto (Solo por parejas)
Ahora

En la noche del Paseo del Prado y sus leones deambula el hombre medio saciado y medio sediento. Acaso, no se sabe, le han matado a alguien, lejos, bastante lejos, y él mismo se siente muerto y loco a la vez. Espejo de la noche; puñeteras estrellas de ámbar que giran y giran en el cielo infinito: esquina de Prado y Colón. El problema es que esa mujer me dejó, y ahora no sé… “Véngase usted conmigo”. No, no sé; no es que me sienta solo, es que estoy solo, muy solo… Escuche; toda la gloria del mundo cabe en un ajonjolí, lo he oído decir. “Véngase conmigo”. No, no sé. ¿Qué puedo saber? Mire, resulta que ese bar, nadie sabe por qué, no solo lo han subido de categoría, sino que, además ahora nosotros, los de entonces, ya no podemos entrar; nosotros, hombres solos, le quiero decir. “Véngase conmigo, yo seré su pareja. A veces una no sabe…” Todo el mundo sabe. “¿Le han matado a alguien allá?” No, pero como si tal. O quizá sí; no lo sé. ¿Cómo lo puedo saber? Escuche; voy a entrar a ese bar, voy a ver a López y al otro cantinero. Nos vamos a entender. Después de todo yo soy dos personas y además estoy muerto. No sé si usted me entiende. “Véngase conmigo”. Al carajo con eso, señora mía; yo no ando con extranjeras. “Usted no sabe; está borracho y loco y solo. Véngase…”

Los leones de bronce de la noche, el Prado de los leones, las farolas y las estrellas errantes. También una vez fui niño, y aquí jugué y patiné, ¿sabe? Ahora voy a ese bar, solo o con todos mis leones dentro.

“Véngase usted conmigo”. No sea mala; la voy a tener que mandar a usted a casa de la dignísima madre que la parió, de la madre que la parió a usted aquí o en Chile, Perú… o China; da lo mismo. Estos leones son nuestros, míos; ¿entiende? Claro que no entiende. Mejor así: no concedo charlas ni entrevistas contra mis leones. Una mujer me dejó, yo la dejé o se me murió alguien o no sé. Vaya tranquila; mi tristeza no cabe, por cierto, en un ajonjolí ni en un melón ni en todo el puñetero universo que gira fríamente con sus estrellas de ámbar. Estoy loco y muerto, o quizá solamente un poco borracho.

Calle Colón. Colón y Prado, Cementerio de Colón; Bar Fausto: ahora solo por parejas.

Club Imago
(Después)


Sueño oscuro de la noche: en el principio fue el verbo. En el principio… Pero acaso no es verdad. No puede serlo; ¿cómo podría serlo? No, la imagen flota en la fantasía nocturna, en el misterio o el desconcierto de los astros. No, sueño mío; aquí estamos, y en tu imagen siento la gravidez entera del planeta, el peso terrible de tus ojos, la densidad de tu boca… Ahora, antes, después. No, no sé; no sabemos. ¿Con qué cabeza podríamos saberlo? Las mesas están vacías y el cielo raso desciende y cae a modo de un negro manto. Estamos solos. Sí, pero eso creo que fue ayer, antier, hace un millón de años. Entonces, ¿de qué tenemos que hablar? Dímelo. ¿Realmente de qué?

“Oye, padre, ¿qué tienes?”

El cantinero recita, porque se lo sabe de memoria: “Carta, menta y telegrama”. Maravilloso. Telegrama recuerda una urgencia: esta urgencia, esta insaciable necesidad de señales, de avisos y comunicaciones, esta hermosa montaña de mentiras, de palabras… No; es absolutamente innegable: la imagen antecede al verbo, o aún más, mucho más, quizá todo. Club Imago. Imago, ¿te das cuenta? “Dígame, ¿qué le pongo? Hay poco, ¿sabe?” Bueno, eso no es ninguna novedad; y el hombre abrazado a la mujer vuelve el rostro, mira un mundo ciego: “Cualquier cosa, padre; no sé. Dos cartas, hielo, ¡lo que se te ocurra! Total…” Y vuelve al cuello apolíneo, a la enredada madeja de cabellos, a ese sublime olor a hembra: aspira, se hunde, asciende. Es un sueño. El sueño de la imagen de la noche. Ese sueño prohibido donde estamos… Donde estoy, donde imagino estar. ¿Entiendes? No es nada difícil. Es algo bastante claro y simple: La Imagen. Tu Puñetera Imagen. Tu linda imagen que flota en la fantasía nocturna, esa fantasía que antecede al verbo y lo liquida. “Socio, aquí están sus tragos. Alguien de la barra los pagó.” Alguien… “¿Algo más? Recuerda que esto va liquidando”. Sí, liquidando; ¡no lo sabré yo! El cantinero, la linterna, alguien que desde la barra pagó, la noche que se abre y desciende y muda las imágenes y lo confunde y encanta todo. “Bueno, padre, falta hielo”. Hielo, mucho hielo. “¿Hielo?” Sí, hielo, agua congelada. Creo que eso no cuesta. “Hielo para ella, para esa boca, padre; haz un esfuerzo. Va y nos ponemos de suerte.” El cantinero, la linterna… “Deja ver si queda”. ¿Ves? El hielo no cuesta; pero cuesta este estar en vilo, cuesta esta esperanza, este horrible después, este anhelo. Ah, y cuesta también el consumo mínimo; siete cañas, hagas lo que hagas: eso vale tu imagen. ¿No es ridículo? Estoy solo, estamos solos. Entonces, ¿quién puede saber algo de esta noche nuestra, de toda nuestra inmensa intimidad? ¿Quién? Estoy solo y a lo mejor un poco pasado de tragos; no sé. Ya no sé nada. Nadie sabe… Nadie o tal vez un socio, aquel de la barra, un borrachín de corazón abierto, un amable centinela del cariño, ajeno al ridículo que presupone ser hombre, a esa falsa imagen de serlo, a esa imago… “¿Repito, pariente?” Sí, repite. Club Imago; después veremos.

Más allá de Bilboa
(Editorial)


O’Relly, no tan lejos de Tacón, casi a las puertas de Bilboa… Bar Bilboa. Quizá muy lejos, en una nebulosa de espirales azules, de risas y tintineo de copas. Quizá, ¡quién sabe!, tal vez cerquita o dentro ya de una atmósfera de papeles, máquinas de escribir, ventiladores de techo, mesas llenas de teléfonos, secretarias, cantineros y legiones de redactores. “Siéntese; ¿quiere un poco de té?” mejor me sirve un doble, un jaibolito; empieza a dolerme la cabeza. “ Ahora lo hago pasar; el director lo espera… quiero decir, el cantinero. No está de muy buen humor. Sabrá usted por qué”. La barra larga, los vasos mediados, los gomígrafos, el hielo que salta, las mesas, las secretarias, la rubita: “Solo un minuto”. Coño, socio, ¡no me piques el hielo! Tú sabes que a mí me gusta el bloque.

Pase. Por favor, pase usted… “Y no joda más, ¿sabe?” Gracias, muñeca. (Qué buena estás).

Una nebulosa de de alegría cubana, de espirales azules: Bueno, sírveme otro jaibolito. Y el cantinero, detrás de la barra, del buró, con espejuelos trifocales o gafas oscuras, la mano sobre el teléfono, envuelto en una música de vitrolas…, perdón: victrolas. ¿Se escribe así? Bueno, todo el mundo dice vitrola, aunque debieran decir vitrola. Ya uno no sabe.

Los cantineros azules, el director verde, jovial, encabronado: “Coño, maestro, ¿qué carajo me trajiste aquí? ¿Qué mierda es esto?” Abrazos, invitaderas: Socio, de verdad, estoy loco por una jebita ahí…

“¿Qué coño es esto? No jodas, chico, ¿qué pasa? ¿Cómo carajo tú crees que yo te voy a publicar el singado mamotreto este, así, todo lleno de malas palabras, cochinadas y el carajo bendito? ¿Qué recoño te pasa a ti? Dime; ¡mira esto!” No sé… En realidad… “En realidad un carajo ¡Cojones, date cuenta, las bellas letras!” Oquei, no hay problemas; sírveme otro doble. Te voy a dejar sobre la barra, digo, mesa, un texto exquisito, ¡sublime! De verdad, coño, no hay problemas… Vasos, sonrisas, revuelo de papeles. ¿No tienes una cintica de máquina de escribir por ahí? Fírmame el pase, dame la cuenta.

“Por aquí, por favor. Esa puerta… oiga, se olvida el texto. No se preocupe, es solo una limpieza. Pero tráigalo pronto; estamos cerrando el número, ¿sabe? ” Gracias, encanto. Limpieza, suciedad, pasillos, escaleras, meaderos, cubículos, gollejos… ¿Se dice gollejo? Hollejo, gollejo… Bueno, ya uno no sabe. “¡Sácale toda la mierda que tiene dentro, coño!” Bar Bilboa. Una nebulosa de alegría cubana, de espirales azules: Nada, sírveme otro; ¡de todas maneras voy a hablar!

“Compañero, su pase”

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